La historia de una Food Writer Boricua

Por Tatiana Hernández
Para lamafiapuertorico.com

¿Qué es la gastronomía puertorriqueña para un extranjero? ¿Cómo se describe un concepto que no puedes oler ni probar, algo que está completamente fuera del marco de referencias de una persona? Para poder contestar esta interrogante, hay que tener conversaciones incómodas y discusiones productivas para establecer la validez de los planteamientos.

La gastronomía puertorriqueña tiene historia, tiene raíces, tiene importancia y tiene valor sentimental. Cada familia tiene una tradición, sus recetas y costumbres que se nos inculcan desde antes que aprendamos a decir ‘habichuelas’. Nuestra cultura gastronómica pudiera ser icónica pero depende del mercadeo y del empeño que se le ponga a un plato en específico, por ejemplo: el mofongo. También depende crucialmente de la disponibilidad de los productos en tiempo y espacio. Y por definición, la gastronomía puertorriqueña está directamente vinculada con la percepción y adaptabilidad del paladar.

A pesar de que puede parecer que la respuesta a la pregunta inicial está abierta a la interpretación, puedo decir que mi conclusión es esotérica.

La gastronomía puertorriqueña es amor e intuición.

Si me dices que para tí es el mofongo, también tienes la razón. Y, si estás del lado de Paulina Salach, Co-fundadora de Spoon –una compañía que ofrece recorridos gastronómicos, clases de cocina, planificación de viajes y produce eventos culinarios en Puerto Rico–, confiarás en que la respuesta a la pregunta es el sofrito. Si te vas por el #TeamLechón, el adobo, las alcapurrias o los bacalaítos, también puede ser que esté de acuerdo.

Pero esta es mi historia y aquí te cuento cómo llegué a esta conclusión.

Salir a comer me hace inmensamente feliz y poder disfrutar de la comida que preparó otra persona me causa un nivel de euforia bien interesante.

Desde temprana edad sabía que por las tardes se comía criollo en la casa de mi abuela. Y ahí aprendí a lo que olía un buen sofrito con recao del patio, cebolla amarilla recién picá y unas habichuelas hechas con amor, jamón de cocinar y calabaza. Entonces los domingos, lo cool siempre ha sido ir a ‘casa de abuela’ a jugar dominos con ella y disfrutar del festín que había cocinado. Ahora doña Cata, una moroveña de corazón, tiene 101 años y solo la dejamos adobar el pernil, pues sus manos conocen exactamente cuánta sazón necesita.

La encargada de la cocina ahora es mi tía, mi segunda madre, Aida. Ella hace las mejores costillas al caldero, y aunque he tratado de copiarlas, no tienen la misma cantidad de amor que ella le echa. Con titi era con quien salía a comer. A cada rato me llevaba al restaurante El Bounty –en la marginal de la avenida Baldorioty– a comer churrasco con papa asada. Tenía un sabor especial. En este icónico establecimiento aprendí a cogerle un cariño único al pan con ajo que llega en canastita.

Estas experiencias son parte de mis primeros recuerdos con la gastronomía, unas interacciones bastantes comunes, pero que marcaron mi paladar así como lo hizo la sopa de boniato que preparaba mi padrino. Con más edad, íbamos a jugar Rummikub a su apartamento en Isla Verde donde vivió luego de haber llegado de Cuba junto a su esposa e hijo en los 60’s. Era una sedosa crema de batata amarilla; dulce, sazonada y tan comforting, como un abrazo. Él nos compartió una libreta con sus recetas, pero la única que pude rescatar fue la de “Frijoles Negros a lo Monchy”, y quizás por eso son las mejores habichuelas que preparo.

La receta ‘a ojo’ de cómo mi abuela adoba el pernil, la forma en la que mi tía hace las costillitas al caldero, el método con el que mi padrino hacía la sopa de boniato y la técnica de cómo mi mamá hace su famosa sopa de plátanos, es la esencia de mi amor por la gastronomía.

No fue hasta que viví en Alaska en el 2006, que probé el mejor salmón de la vida. El Alaska Salmon Bake es un restaurante al aire libre, que abre por temporadas desde el 1979 y hacen el salmón más rico que he probado. Sobre open fire, con sal y azúcar, cada filete del all you can eat buffet salía con las esquinitas caramelizadas y crujientes con el centro cocinado a perfección y súper jugoso. En este estado cerca del polo norte, fui la gerente del primer Baskin Robins en la base aérea de Anchorage. Sí, yo vendía mantecados en Alaska.

Tres años después, una mudanza a Inglaterra me obligó a probar los bangers and mash with mushy peas y otras cosas sosas de la cocina local. En Ali’s Kebabs, un restaurante turco (y de pizzas) en el pueblito que quedaba de camino a casa, me reconocían por el acento y sabían que todos los viernes llamaba para pedir “One small shish, extra garlic sauce and a side order of spicy mushrooms”. La pura vida. Viví a dos horas al noreste de Londres en un pueblo llamado Ely, que quedaba a 45 minutos de la base donde ayudaba a las parejas de los militares a conseguir trabajo. En las tardes, de camino a casa y dependiendo de la temporada, se veían las papas y las cebollas recién cosechadas en los roundabouts pues los camiones iban tan llenos que al coger la rotonda siempre se caían unas cuantas -el olor a cebolla fresca te podía sacar las lágrimas si ibas con los cristales abajo–. Desde un escritorio con un trabajo federal como civil, decidí que era necesario compartir mis hallazgos con las demás familias que llegaban a la base de la fuerza aérea de los Estados Unidos con todas sus vidas empacadas en cajas y listos para comenzar de nuevo. Así nacieron mis primeras reseñas en la revista de la base, Get Up and Go! Esta era la mejor manera de que estas familias encontraran espacios dónde comer y pudieran sentirse a gusto.

Pero más importante que publicar, era saber cómo describirle a cualquiera lo que era la gastronomía puertorriqueña luego de que me preguntaran si yo sabía hacer tacos. Y aunque la contestación siempre era que sí, esa no era la respuesta que me hacía feliz.

Se me presentó el reto de tener que explicarle la esencia de lo que yo conozco como gastronomía puertorriqueña a gente que no tenía nada parecido en su marco de referencia gustativa. Si nunca has probado el sofrito, te lo puedo explicar: cebolla, ajo, recao, ajíes dulces, pimiento verde, cilantrillo, sal y aceite. Esta es una lista de cosas que hacen un ingrediente madre pero, sin haberlo olido recién mezcla’o, sin haberlo probado, sin haber escuchado cómo chisporrotea en un caldero caliente y sin sentir cómo la casa coge un flow diferente cuando se empieza a cocinar, no entenderán el poder que tiene en la cocina puertorriqueña. ¿Pero esa es la esencia? ¿Cómo le explico a alguien lo que es un mofongo, cuando lo más parecido que tienen en mente es un guineo verde y se arresmillan cuando lo piensan?

No quería limitarme a recitar el “rice with pigeon peas and pork”, para después tener que proceder a explicarles que la morcilla era un blood sausage parecido el haggis escocés y que los pasteles eran rellenos de carne o pollo (con las versiones vegetarianas también).

Entonces, llamaba a casa de abuela, desde el landline al que me tenían que llamar desde PR marcando, 011 44 y 10 números adicionales –insertar escena de You Don’t mess with the Zohan marcando el número de teléfono– (antes de que el Skype, Facetime y el Zoom estuvieran disponibles), para preguntarle a mi tía y a mi abuela cómo hacer ciertas cosas, que luego de numerosos intentos, no me quedaban just right.

Cuando preguntaba por las recetas, todo era “a ojo”, “tu lo vas probando y le vas cogiendo el gustito”. Así fue como entendí que la cocina puertorriqueña es amor e intuición.

Aprendemos a cocinar mirando, escuchando, oliendo, probando y tocando, es una experiencia multisensorial. Piensa en cómo te sientes cuando te llega el olor del perfume de tu mamá o cómo cierras los ojos para disfrutar del olor a frituras y salitre cuando bajas la ventana en Piñones mientras te  pompeas con la música de los voceteros deportistas. Piensa cómo se te pone la piel de gallina cuando escuchas y formas parte del grito unísono en corillo cuando gana una atleta puertorriqueña en las olimpiadas, o hasta cuando llegas a otro país y su olor peculiar se torna inolvidable –Tenerife huele a azufre– y, por último, cómo se sentían los gandules en tus dedos cuando los desenvainabas en un caldero con tu abuela. Todas estas experiencias se quedan grabadas en nuestro ser que se convierten en lo que el doctor Cruz Miguel Ortiz Cuadra llama “paladar memoria”, en su libro Puerto Rico en la olla, ¿somos aún lo que comemos?

Entonces, ¿cómo lo explicamos?. Spoon se dedica a presentarle la gastronomía puertorriqueña de manera sustentable a los turistas y a los que vienen de la diáspora. Por esto es que consulté con Paulina, una mujer polaca que vive en Puerto Rico desde el 2008 y está casada con un boricua, Gustavo Antonetti, co-fundador de la compañía. Esta power woman conoce tanto de la gastronomía puertorriqueña que cuando hablamos del tema se lo vivía como si fuera propia, “Es que son los colores, la cultura… las especias, los sabores. Yo diría que es el sofrito, porque se le echa a todo. Nuestra chef, Nivia ‘Kitty’ Villanueva, la culinary tour operator de Spoon, lo machaca y se lo echa al mofongo, porque así lo hacía su abuela”.

Tal vez el secreto de lo que es nuestra gastronomía está en la obra “El pan nuestro” de Ramón Frade. Quizás sí es el mofongo, los tostones o cualquier otra versión que tenga que ver con el icónico plátano. Pero, ¿quién sabe?.

Volviendo al tema, he comido en sobre dos mil restaurantes y he escrito más de mil reseñas al sol de hoy. Tengo un bachillerato en periodismo y fuí la reportera de Sal!, la guía gastronómica de El Nuevo Día desde 2014 al 2016 –no tengo NADA que ver con los Sal! Awards (please don’t judge me)– y cocino gracias a lo aprendido con mis viejas. Claro, con cada bocado que he probado, con cada libro de recetas que he leído y con cada entrevista que he llevado a cabo en los últimos ocho años, he seguido aprendiendo.

He visitado cocinas, fogones, vagones y un burén, y cada espacio creativo me ha enseñado algo de la esencia de cada plato y de cada persona detrás de él. Nunca cobré por hacer una reseña, y mucho menos por subir fotos y promover algún negocio o chinchorro. Nuestra industria ha sufrido mucho, y sigue sufriendo cada día más, con cada cantazo atmosférico, gubernamental y canalla que se les presenta. Rehúso ser parte de esto, estoy aquí para promover lo rico de nuestra isla. Hoy, me dedico a terminar la maestría en traducción, mientras transcribo al inglés el libro de recetas de María Dolores de Jesús de Jesús: El burén de Lula: cocina artesanal.

Quiero que con mis escritos aprendas a valorar quiénes somos en un plato aunque no estemos de acuerdo en todo. Que aunque mis inicios fueron bajo un sistema de negocios lleno de burocracia, hoy mis palabras son libres y justas. Quiero que compartas tus vivencias y que te atrevas a probar cosas nuevas; que confíes en que la gastronomía puertorriqueña tiene raíces, historias e importancia y que aquí no solo se comen mofogos y rice and beans. Nuestra tierra produce maravillas y que aprendemos pasionalmente según lo que probamos.